Había acabado yo primero de arquitectura en Barcelona, un curso selectivo de dibujo, matemáticas y física en el que poco o nada de arquitectura había aprendido, y en aquel verano de 1971 tuve la suerte de que unos amigos de mis padres me invitaran a pasar unos días de vacaciones en Ortigosa de Cameros donde tenían una casa al lado de la plaza. Con aquella formación académica que había adquirido no recuerdo que la singular configuración de su plaza me impresionase mucho. Más bien tengo entrañables recuerdos del primer piso del casino donde reproducíamos en sus tableros de ajedrez las partidas del campeonato del mundo que en aquellos días jugaban Fisher contra Spassky. Pero años después, cuando empecé a bregar con espacios públicos en mi etapa profesional como arquitecto municipal de Nájera, la sencillez geométrica y la limpieza conceptual de aquella plaza fue brotando de mis recuerdos sin apenas darme cuenta. La arquitectura, la buena arquitectura, no se aprende en las Escuelas. Emerge de los recuerdos de uno mismo cuando ha estado en contacto con ella.
Como todo espacio rural que se ha ido configurando sin proyecto urbanístico alguno, la plaza de Ortigosa parece haberse hecho a sí misma ante la sorpresa de un lugar casi llano en un entorno de pendientes laderas. Las casas más importantes del pueblo, el casino o el ayuntamiento se fueron instalando allí hasta que ese gran espacio necesitó de una urbanización o una significación especial y algún consistorio desconocido (y de méritos no reconocidos) emprendió la construcción de una simple plataforma central bordeada de un banco corrido en cuyo interior se veneraba la gigantesca presencia de un olmo centenario.
Alrededor de esa ínsula pública perfectamente horizontal las calles podían seguir con las pendientes necesarias para dar entrada a las casas estableciéndose así un diálogo armonioso entre lo público y lo privado en el que la arquitectura doméstica rural llegó a cotas de una nobleza verdaderamente urbana.
El olmo centenario se murió y los cimientos de la plataforma del rincón donde estaba se resintieron un poco, pero afortunadamente un olmo nuevo se ha vuelto a plantar en el mismo lugar, justo a la izquierda de la entrada principal.
Por entre el casino (a la izquierda) y la casa de la derecha que tras una más que dudosa "restauración" ahora hace de Ayuntamiento, veo la casa con fachada de ladrillo de Isabel y Eliseo donde estuve aquellos días y a quienes siempre les estaré agradecido por esta singular experiencia arquitectónica.
El mismo patrón de plaza lo podemos encontrar en el espacio de llegada a la cercana aldea de Montemediano, con la suerte de que todavía vive su olmo centenario. La modestia de la aldea y la ausencia de un caserío más desarrollado no dio allí para una barandilla metálica, pero la idea simbólica de plaza pública es la misma.
A la vista de las esperpénticas plazas que se han hecho en muchos pequeños pueblos durante estas décadas de abundancia de dinero público, despilfarro hortera y "originalidades" arquitectónicas, qué oportuno me parece rescatar de mis recuerdos esta pequeña lección. Este sencillo patrón.