martes, 26 de mayo de 2009

9. PHILADELPHIA, Chesnut Hills, Casa Venturi

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Hace cinco años estuve en la casa que Robert Venturi proyectó para su madre a comienzos de su carrera profesional, casa que habíamos estudiado palmo a palmo (yo llegué a dibujarla incluso como “proyecto de entrenamiento”) tras leer Complejidad y Contradicción en la Arquitectura. Un dibujo/chiste de Jesús López Araquistain para elhAll sobre las vacaciones de los arquitectos fue el pretexto para mi comentario.

El lector podrá encontrar en el LHD otra entrada sobre aquella misma mañana de arquitectura: lleva por título GRAVES y está dedicada a la estación de ferrocarril que muy cerca de la casa Venturi había construido Frank Furness.

Complemento el texto publicado en elhAll con nueve fotografías de aquella visita y obviamente, reproduzco el chiste de Arrakis




EL ARQUITECTO NUNCA DESCANSA

El chiste de Jesús en este número es de “diez”, así que me he permitido ponerlo como cabecera de esta página y apropiarme del subtítulo. Mi más sincera felicitación.
Pero como los críticos somos siempre muy pesados y encontramos peros donde el “diez” no deja hueco para nada, cuando me lo entregó le dije que se había olvidado de esos otros arquitectos ridículos que nos pasamos las vacaciones en resignado trabajo de peregrinación por las consagradas obras de la arquitectura... (ja ja ja).
Bueno, me dijo, ya habrá otro dibujillo para esos.
Medio en broma, medio en serio, de eso quería escribir yo algún comentario en este hAll de Agosto, porque no sé si es por la edad, por deformación profesional o por algún tipo de obsesión enfermiza, el caso es que haciendo repaso de mis vacaciones de los últimos años, me he visto siempre en la empresa de andar buscando por los rincones más variados del mundo esas casas que los libros de arquitectura nos venden como las más interesantes o las mejores de toda la historia. Bueno, no sólo casas, también hospitales, bancos, edificios de oficinas, escuelas de arte, museos, etc.etc.; pero si traigo a comentario las casas es porque ha sido en ellas donde se ha dado casi siempre la experiencia más deseada y las más frustrante, o sea, la más próxima a la irracionalidad o al chiste.
Y es que una casa, cuando está viva (habitada) es mucho más que una obra de arquitectura (y de arquitecto), y no se puede ver, a menos que el dueño te invite a entrar en ella, lo que es altamente improbable por no decir imposible. Casos se han dado, lo reconozco, pero muy extraños. Por ejemplo cuando un el viaje de estudios con la escuela de arquitectura, allá por octubre del año 1975, un pequeño grupo de estudiantes entramos por invitación de su amable dueña en la casa Steiner de Adolf Loos en Viena, ...acaso como premio por haberla encontrado a pesar de estar, en aquel entonces, transfigurada por una sustancial variación en la cubierta curva que da a la calle. Otra excepción notable a la norma la tuvimos cuando en el viaje COAR 2001 a Dinamarca, un amable inquilino del barrio de Soholm II nos invitó ¡a todo el grupo! a entrar en su pequeñita vivienda perteneciente a uno de los conjuntos que proyectó allí Arne Jacobsen (justo al lado del que comentaba Josemi en el hC 15 pag 3).
Lo normal en estos tiempos, cuando vas a ver una de esas casas que la Santa Historia de la Arquitectura ha consagrado, es encontrarte con un frío objeto en sí mismo, o sea, no con una casa viva, sino con un Monumento del Arte, ante el que has de rendir culto y pleitesía, pasando por pagar una entrada que cada vez es más escandalosa (entre las dos y tres mil pesetas de las de antes), cuando no por hacer una cita previa telefónica, con el trastorno que eso te ocasiona en un viaje por los horarios y los idiomas. Luego has de esperar a la formación de un grupito, has de atender atentamente a una guía que habitualmente te cuenta un montón de cosas que no te interesan, y que, sobre todo, te vigila atentamente para que no transgredas la norma fundamental de este tipo de visitas, a saber, que no puedes hacer fotografías del interior. Con dos o más de esos ingredientes he peregrinado ya por un largo rosario de “cáscaras de casas”, desde la Hill House de Mackintosh en Hellensburg, hasta la villa Tunghenhadt de Mies en Brno, la Muller de Loos en Praga o la Robie de Wright en Chicago, la Fallingwater en Mill Run (Pennsilvania) también de Wright o la Savoya de Le Corbusier en Poissy, la Schroeder de Rietveld en Utrech, la Schindler en Los Angeles, o la de Barragán en Tacubaya, etc., saliendo casi siempre con una sensación agridulce: de euforia por el objetivo alcanzado, y de desencanto por la falsedad del objeto; ...cuando no cabreado e irritado porque algunas de ellas son usadas como pequeños museos de otras exposiciones de “arte” como si la casa por sí misma no fuera suficiente contenido para el turista.
Pero como los desencantos todavía no pueden con mis ganas de aprender, y además ¡el arquitecto nunca descansa! el 2 de agosto de este verano me llegué hasta la casa Venturi en Chesnut Hill, Philadelphia, y ¡oh maravilla! aún es una casa habitada, y por un señor encantador. Como estaba un poco escondida entre la vegetación, una vecina salió rapidamente de su vivienda para mostrarnos la entrada que buscábamos (amabilidad típicamente americana) mientras nos anunciaba que el dueño era un vecino muy tranquilo que no se molestaba por las visitas.
Según entramos, la fachada me causó una impresión mucho más grata de lo que esperaba: realmente tiene un aire de templo clásico. Saludamos al propietario, que estaba junto al coche, y le pedimos permiso para dar una vuelta a la casa y hacer fotos. No sólo accedió a ello sino que nos invitó a pasar al salón y nos contó varias cosas de interés: que él vivía allí desde 1973 tras la muerte de la madre de Venturi, para quien fue hecha, pero que Venturi solía venir por la casa de vez en cuando porque le tenía mucho cariño (fruto de una visita con Rem Koolhaas, nos enseñó una pintura del holandés que había en la pared). La casa es muy agradable, nos dijo, porque a lo largo del día la luz la baña de muy diversas maneras. Preocupado yo por si éramos legión los admiradores de la casa y estaríamos molestando, me pasó un libro de firmas y me tranquilicé al ver que los anteriores visitantes habían estado el 19 de julio. A modo de despedida nos señaló que a cuatro casas de la suya estaba la casa Esherick de Kahn, y para nuestra sorpresa se despidió yéndose a trabajar a la habitación del fondo (antiguo dormitorio) dejándonos sólos en el salón para que contempláramos la casa todo lo quisieramos.¡Santo cielo! pensé, ¡a veces las ridículas peregrinaciones también dan milagros!






lunes, 18 de mayo de 2009

8. NEW YORK, Zona Cero, Estación provisional de trenes

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Hace unos pocos días, el lector “Millanga” me dejaba en Cascotes el enlace de un divertido blog sarcástico llamado ELMUNDO TODAY en donde se daba muy apropiadamente la noticia de la presentación del proyecto de la estación de ferrocarril que Santiago Calatrava ha diseñado para la famosa zona Cero de Nueva York. Me acordé entonces de que hace cinco años escribí un artículo en elhAll sobre la estación provisional que se había construido mientras el artista paría su genialidad y pensé que era momento de rescatarlo y traerlo a este blog con las fotos en color que no pude poner en aquel medio. Aquí está.



LA LECCIÓN DE LA INGENIERÍA

Desde la criminal destrucción de las torres gemelas de Nueva York, montañas de páginas de periódicos nos llevan informando acerca de las desdichadas polémicas sobre su reconstrucción: encuestas a personajes sobre qué cree Vd que se debería hacer (¡que han llegado hasta formularse en nuestro periódico local y entre nuestros compañeros arquitectos!), proyectos virtuales, concursos abiertos o concursos de estrellas donde, ¡que maravilla!, teníamos una representación española -sobre la que también se escribió con sorna en este mismo hall (véase eh66 pag 3 "Con o sin" por Pepe Garrido); noticias de portada con la resolución del concurso a favor del galáctico D. Libeskind, y nuevas y numerosas páginas sobre la posterior ensalada de proyectos en que deriva el asunto, con invitaciones a otras estrellas del firmamento arquitectónico, amén de los gelatinosos comentarios del inefable Galiano en el Pis. Puestas una encima de otras, las páginas de periódicos publicadas sobre tan lúgubre asunto ya alcanzarían cuando menos la altura de las pobres torres.
Pues bien, con el peso virtual de todas esas páginas sobre mi cabeza y con la poco halagüeña noticia de que por debajo de las quebradas torres de Libeskind, Calatrava había sido elegido como arquitecto para poner sus habituales huesos u olas de hormigón en la estación de ferrocarril que había debajo de ellas, visité el pasado verano tan sagrado lugar.
Entendámonos, yo suelo llamar sagrados a los lugares que hombres valientes, ingenuos o inocentes y de un modo no criminal, han regado ampliamente con su sangre, como por ejemplo, un campo de batalla. Cierto que la zona cero es el escenario de un crimen horrendo que no tiene nada que ver con un campo de batalla, pero de eso no son culpables los casi dos mil muertos que allí cayeron (por no hablar de los policías y bomberos que murieron por acudir en su ayuda) y es verdad que ha dado lugar con ello a una posterior y desconcertante guerra global que nadie entiende (aunque de la que muchos se aprovechan), pero que constituye ya una parte importante de nuestras vidas.
Bueno pues en ese lugar sagrado, pensé mientras me acercaba, la arquitectura del periodismo y del espectáculo va a hacer también de las suyas. Me acordé, como no, de la solemnidad de los monumentos de Lutyens que había visitado tres años atrás en los campos de tumbas de la Primera Guerra Mundial junto al triste río Somme al norte de Francia, y me dije que la arquitectura de mi tiempo era completamente incapaz de dar significado a un lugar así. En efecto, me encontré que el único "monumento" por así decirlo, era una maltrecha cruz compuesta con los hierros retorcidos de los restos de algún pilar de un edificio caído, y que la grandeza del lugar era transmitida solamente por el enorme hueco de media docena pisos que quedaba abierto por debajo del nivel de la calle.
Pero hete aquí que cuando la "arquitectura" no sabe dar respuesta a las grandes preguntas que la historia plantea, aparece una vez más la dichosa "ingeniería" dándonos una soberbia lección, o por decirlo con palabras más duras, propinándonos a los arquitectos un sonoro sopapo de esos que nos merecemos por tontos e incapaces. Puesto que debajo de las torres había una gran estación de trenes y metro que alimentaba no sólo al desaparecido World Trade Center sino a toda la zona de Wall Street, los ingenieros habían sido llamados a ponerla en funcionamiento con eficacia y rapidez; de modo que lo único que podía verse desde los bordes del mencionado gran agujero eran los techos de la susodicha estación.
Bajé a verla por curiosidad y como le debió pasar a Mendelsohn cuando vio los silos de trigo de Buffalo, o a Le Corbusier cuando los reprodujo junto a los barcos, aviones y coches de los años veinte en Vers une Architecture, me quedé emocionado de su sencillez y elegancia. El orden sereno de los pilares metálicos vistos (que hubiera soñado Mies), el tejido preciso de las madejas de instalaciones sobre el techo, la correcta iluminación con esas lámparas que han hecho furor en todas las grandes tiendas de la zona comercial de Broadway, la seriedad del color gris claro que lo invadía todo, el suelo continuo de hormigón, perfectamente acabado y limpio como una patena, o cada uno de los rótulos, barandillas, cancelas, máquinas de billetería etc, daban al lugar una solemnidad (una verdad) de la que es incapaz el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de los arquitectos del mundo.
Hice pocas fotos porque la gran arquitectura nunca queda bien en las fotos, y además porque cuando te emocionas no estás para la habitual frivolidad de la fotografía. Aunque supongo que si cedí a la debilidad de hacer alguna foto debió ser porque en algún momento me acordé de que esa espléndida obra de la ingeniería (que yo llamaría con gusto, de la mejor arquitectura) iba a desaparecer pronto por Arte y desgracia de uno de nuestros grandes arquitectos (¡y encima español!) del periodismo, del boato hortera del poder en las democracias postmodernas y, ¡ay!, de las revistas de arquitectura.


lunes, 11 de mayo de 2009

7. PESSAC, Quartier Le Corbusier, Bordeaux, Francia.







El 17 y 18 de marzo del 2001 me apunté a un viaje colectivo a Burdeos organizado por el Colegio de Arquitectos Vasco Navarro en el que, entre otras cosas, visitamos la manzana de casas que construyó Le Corbusier en el barrio de Pessac a mediados de los años veinte según el famoso modelo de su casa Citroen. Para recordar aquella visita, escribí para Elhall este articulillo que reproduzco ahora aquí con el reportaje fotográfico completo que hice aquel día.







La arquitectura es siempre el resultado de un tira y afloja entre el cliente y el arquitecto, una negociación, que se diría hoy en día, o si me apuran mucho, un “diálogo”. Sin embargo, cuando la historia o los periodistas historiadores se fijan en los edificios, olvidan por lo general al cliente, y en la génesis o autoría de los mismos suelen mencionar sólo al arquitecto. A veces se da el caso de algunos clientes que, adelantándose a los historiadores y periodistas, se inmolan a sí mismos en beneficio de la autoría exclusiva del arquitecto. Cuando eso ocurre, la respuesta a la pregunta que se hacía Pepe Garrido hace dos o tres halles de si los arquitectos somos unos artistas es un claro “sí” en vez del “no” que él generalizaba (y que cabía entender como un deseo...). Ahora bien, cuando no hay cliente y el arquitecto lo es todo, lo interesante es ver lo que pasa después con esas arquitecturas nacidas como “obras de arte”.

Las actuales arquitecturas de autor, creadas como los cuadros de los pintores contemporáneos para entrar directamente en el Museo o en la Historia, tienen la suerte de que una miríada de historiadores y conservadores de museos nacidos con los Estados del Bienestar, controlarán rigurosamente el mantenimiento de sus formas originales o, hasta incluso, de las intenciones del artista. Pero algunas de las obras de arte que se crearon hace más de cincuenta años, cuando el estado de Europa era más bien un estado de guerra, tuvieron un destino completamente distinto: la rendición inicial del cliente ante el artista no tuvo continuidad posterior entre los usuarios y el artista, y el espectáculo del encuentro (o encontronazo) entre unos y otro resulta de lo más “edificante”.

Leonardo Benévolo ya había sacado en su Historia de la Arquitectura Moderna el resultado de las transformaciones que algunos clientes habían hecho en algunas de las casas de Le Corbusier; aunque vistas de forma aislada, en libro, y con fotos en blanco y negro, no causaban mucho impacto. Sin embargo, en el barrio de Pessac junto a Burdeos, que recientemente visitamos en compañía de los arquitectos del Colegio Vasco Navarro, el choque entre el artista y los sucesivos inquilinos de las cuarenta casas, adquiere características de auténtica batalla campal.

Para los creyentes (y en el viaje lo eran casi todos) el espectáculo debió de ser como el de un Jesús de Nazaret crucificado por las turbas. Para su inmediato consuelo se les explicó rápidamente que se había iniciado un proceso de restauración mediante la reconstrucción ejemplar de una casa, a base de subvenciones a aquellos que devolvieran las casas a su estado original y, sobre todo, animando a creyentes (arquitectos, artistas, etc.) a comprar las casas y restaurarlas.

Se puede pensar que los ateos disfrutamos un montón con la masacre que los franceses de a pié les habían hecho a los volúmenes, colores, ventanas y otros inventos corbuserianos, pero esa es un visión teísta (muy frecuente, por cierto), según la cual los creyentes piensan que, al fin y al cabo, los ateos toman a las turbas por su dios.

Craso error. Los Ateos del Arte de la Arquitectura disfrutamos de lo lindo porque vimos juntos a un gran artista y a un pueblo activo: porque vimos, al fin, el diálogo que había sido sustraído.