jueves, 4 de octubre de 2012

63. FREIBURG IM BREISGAU



A lo largo de los últimos treinta años en los que he tenido la suerte de visitar muchas ciudades del mundo, creo que sólo ha habido una que me ha llegado especialmente al corazón. Y no lo hizo por sus singulares condiciones paisajísticas, por su especial belleza, por su densidad histórica o por su grandiosa arquitectura. Al corazón no se llega por esas cosas. La Friburgo alemana (Freiburg im Breisgau) me emocionó por algo tan pequeño y sencillo como las acequias de sus calles.

Y es que siendo niño, mi pueblo, Anguciana, estaba lleno de ellas. Y digo siendo niño, porque según se fueron pavimentando las calles, se fueron tapando las acequias que las recorrían hasta desaparecer por completo. Fue un proceso del que apenas nos dimos cuenta, o que incluso saludamos como logro del progreso y del que tomé honda conciencia cuando visité por primera vez Friburgo en el año 1991.

He rastreado todo mi blog de Anguciana en busca de fotos antiguas en las que se pudieran ver las acequias que corrían por el pueblo, pero sólo he encontrado un par de ellas.


A los pies de ese niño sentado al comienzo de la plaza de la iglesia, pasaba una acequia de derecha a izquierda que llegaba hasta la esquina de las escuelas y que usábamos, precisamente, para lavarnos las manos antes de entrar en ella. Lo primero que hacíamos al entrar en la escuela era ponernos en fila para enseñar las manos al maestro y demostrar que las traíamos limpias y listas para el uso de libros y cuadernos. Y si no te las veía limpias te atizaba en las manos con la regla para que bajaras de nuevo a la acequia a lavártelas. Se puede apreciar en la foto el paso de hormigón entre la plaza del Ayuntamiento y la plaza de la Iglesia. Cuando se pavimentó la segunda y se tiraron las escuelas la acequia desapareció.

Como fueron desapareciendo todas y cada una de las acequias que recorrían sus calles y que en ocasiones, como vemos en esta otra foto a las afueras del pueblo, servían incluso para hacer la colada o limpiar los alimentos.


El sistema de acequias que recorría el pueblo no era sino continuidad del sistema de regadío de las huertas que se ubicaban al pie de las casas. Muchas de esas huertas también han ido desapareciendo así que me temo que me va a costar un poco reconstruir sobre el plano de Google Earth el esquema de sus acequias, pero a fe que lo voy a hacer. Aunque sólo sea por rescatarlas para la memoria, ya que no creo que se vuelvan nunca a recuperar.

Friburgo es una ciudad de rango muy superior a mi pueblo y bastante menos necesitada de regadío de huertas, por lo que la irrigación de sus calles tendría más que ver con motivos sanitarios o estéticos.


En cualquier caso, y a sabiendas de su convulsa historia, lo primero que hice en aquella visita de 1991 fue comprar un libro de fotografías de la ciudad sobre el terrible periodo de su reconstrucción, entre 1944 y 1952.

Lo ojeo ahora para ver cómo fueron apareciendo las acequias de sus calles bajo los escombros y como las conservaron. El alcance de la destrucción es verdaderamente impactante:



Y como ya observé en la reconstrucción de Berlín (v LHD n18) lo primero que los alemanes pusieron en funcionamiento para levantar la ciudad fue hacer circular el tranvía. Pero lo que nos sorprende ahora y me causa admiración es que junto a la reconstrucción de las vías, los friburgueses recuperaron también las acequias de sus calles y no aprovecharon el caos y la renovación para taparlas.





No hay nadie en el mundo que no se haya sentido fascinado por el espectacular contraste que producen las calles de Venecia, de Amsterdam, de Gante o de San Petesburgo cuando en lugar de calzadas para vehículos nos encontramos con canales para góndolas y barcas, pero yo no he visto nunca elogiar esa otra simbiosis urbana entre calle y agua, mucho más delicada, útil y sencilla, como es la de las acequias corriendo alegres por las calles.


De ahí la ilusión que me hace escribir esta nota, especialmente cuando el destino ha querido que una de mis hijas haya elegido esa ciudad para vivir: una ciudad con calles como las del pueblo de mi niñez.