sábado, 28 de marzo de 2009

5. BERKELEY (California), Shasta Road, La casa del santo Alexander



“¡Oh entusiasmo! En ti encontramos una afortunada tumba. Nos sumergimos con silenciosa alegría en tu oleaje, hasta que oímos la llamada del tiempo; y entonces, despertamos para volver orgullosamente, lo mismo que las estrellas, a la breve noche de la vida”.

Es cierto, como dice Javier Dulín en el comentario de la casa Robie, que yo también mitifico. No sé si será a la crítica, como él dice, o a algunos santos, o a sus hazañas, pero claro que yo también mitifico: el hombre es un animal mitificador, y no me tengo por algo distinto a los hombres. Solo que algunos poetas, algunos amigos, algún viaje o algún azar especial me suele ayudar de tanto en tanto a entrar en la “breve noche de la vida”, o lo que es lo mismo, a salir de mí para ver mi entusiasmo desde fuera, para ver cómo mitifico y para poder reírme de mí. La mayor parte de los viajeros son peregrinos que van a adorar los lugares mitificados por los historiadores (antes), o por la prensa y las revistas de turismo (ahora), o por ellos mismos (más raro). A mí, sin embargo, la visita a los santos lugares me suele producir un efecto desmitificador: si he llegado yo hasta ellos, no serán para tanto ¿no?.

Durante mucho tiempo, desde que descubrí la obra de Alexander y pensé que tenía que profundizar en ella, soñé con un viaje a la universidad de Berkeley para entrar en contacto con el ambiente en que se había producido y con el hombre que le había dado forma. Pensé que la oportunidad podía ser la tesis doctoral que me había propuesto hacer al acabar los cursos de doctorado que hicimos aquí en Logroño a comienzos de los noventa, y hasta entré en contacto telefónico y epistolar con el profesor Muntañola, que era el arquitecto español que más cerca había estado de todo aquel foco de pensamiento. Como hacer una tesis me pareció algo muy aburrido (un expediente administrativo para medrar) empecé por el final: hacer un libro (las tesis suelen acabar en libros generalmente malos a los que se les nota que son resúmenes de las tesis, ja ja ja). Y así, en los primeros años de este siglo, redacté algo apresuradamente el breve Manual de Crítica de la Arquitectura. Cuando tras hartos esfuerzos y no menor empeño conseguí verlo publicado (ed Biblioteca Nueva, Madrid 2005) coincidió que me ofrecieron una casa en intercambio para pasar las vacaciones en California y pensé que había llegado mi oportunidad de conocer a Christopher Alexander aunque fuera a toro pasado. Me hice con su dirección postal, metí un par de ejemplares de mi libro en la mochila con la idea de regalárselos en persona y una buena tarde de julio de aquel verano (el día 13, exactamente) me llegué hasta las colinas de Berkeley con Rosalía y mis dos hijas.

“Oh, entusiasmo; oh rocío celeste; tú eres quien volverá a traer la primavera de los pueblos!"

No fue fácil dar con la casa porque como se ve en la foto, las calles que están por encima de la ordenada parrilla de calles de la ciudad de Berkeley serpentean por las colinas y te vuelven loco.



Cuando al fin dimos con la casa nos echamos unas risas: parecía la pantera rosa, ja ja ja ja. Y claro está, mi mujer y mis hijas me hicieron la foto de rigor, la foto del peregrino (la que he puesto arriba para abrir esta nota).

Cuando me acerqué a la puerta de la casa no sin cierto temblor, salía una musiquilla moderna. Me abrió una adolescente rubita, descalza y en camisa, medio dormida o medio fumada, que me dijo ser la hija del santo y que éste ya no vivía allí; que ahora estaba en Inglaterra. Bueno, le respondí, mi intención es regalarle este par de ejemplares de un libro que he escrito en buena parte inspirado por su obra, así que si no es mucha molestia le pedí si se los podía hacer llegar. Por supuesto, me contestó. Se los firmé, se los dí y ahí acabó mi contacto humano más próximo a los Alexander.

La visita había sido tan breve que aún nos entretuvimos un rato haciendo alguna que otra foto de la casa y de las vistas que desde ella se tenían de la bahía de San Francisco...,








... y en estas, acertaron a pasar por allí un par de vecinas algo...”gossip” (cotillas) que sin preguntarles nada nos contaron que esa casa ya no es lo que era, con multitud de gentes estrafalarias campando alrededor y animales sueltos por doquier. El santo se había divorciado y se había marchado con otra mujer a vivir a Inglaterra, nos dijeron antes de seguir su paseíto por las empinadas carreteras del barrio.

“los dioses mueren cuando muere el entusiasmo”

Nosotros preferimos pasear por el campus de la famosa Universidad, así dibujada ahora en google earth (las colinas donde está Shasta Road son las que empiezan justo al fondo de la imagen):




y claro está, entre otros lugares insignes, nos detuvimos a hacer una foto a la facultad de arquitectura, (un mamotreto de hormigón que le inspiraría mucho a Alexander, ja ja ja), ante el que Teresa, animosa estudiante de arquitectura por entonces, posó tan guapa como se la ve aquí:




Meses después, de vuelta a Logroño, me llegó un mail de una secretaria de Alexander que me decía que el santo había recibido mi libro, que le había gustado mucho y que lo veía muy bien documentado. Le respondí amablemente tratando de saber si podía verle en Inglaterra (a tiro de piedra de Sondika) o si incluso estaría dispuesto a venir a España a dar alguna conferencia en mi Escuela o en alguna Facultad de Arquitectura con la que pudiera entrar en contacto. Ya no hubo segunda comunicación desde el cielo. Hasta la dirección de correo electrónico a donde me escribió su secretaria ha desaparecido ya de mi ordenador.

“fuera de los momentos de entusiasmo, todo es insípido y sin alma”

(Stephan Zweig sobre Hölderlin, ed Acantilado; las otras citas incluídas entre el texto son directamente de Hölderlin, aunque extraídas del mismo libro)