jueves, 15 de octubre de 2009

15. MI ULTIMA CASA

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Creía que al proponerme escribir sobre las casas que he habitado a lo largo de mi vida iba a dar con un gran filón para este blog pero resulta que no me es fácil ponerme a decir algo razonable sobre ellas. Seguramente porque es un asunto muy íntimo. Puse hace tiempo la casa en que nací, y luego no he puesto más, así que no sé si al poner hoy la casa que tengo destinada a guardar mis restos habré concluido con este capítulo. Ya veremos.

Creo haber contado por algún lado (sí, en el blog de Anguciana, entrada LA DULA) que uno de mis primeros trabajos como estudiante de arquitectura fue levantar el plano del cementerio de Anguciana para el Ayuntamiento, entonces regido por mi padre. Recuerdo hasta los honorarios, siete mil pesetas de 1973, y el destino que las dí, una Bultaco Mercurio de quinta mano que aún tengo en un garaje. Me gustaría poder ver algún día ese plano porque reflejaba el estado anterior a la masiva construcción de nichos y panteones que se ha hecho en este cementerio durante los últimos treinta años, panteones, sobre todo, que han acabado con la imagen bucólica de tumbas en tierra y cruces de hierro negras que aún tenía por entonces.



Contemporánea de aquel interés de mi padre/alcalde por organizar el cementerio en su totalidad, fue la delimitación y reconstrucción de la propia parcela familiar situada en el rincón noroeste del recinto, junto a las paredes de la ermita. Y a fé que lo hizo bien y que ese lugar me encanta, porque lo hizo de un modo bastante desordenado y austero.

Para empezar se recogieron los restos de los frailes del convento, quienes seguramente por querencia hacia la propiedad del castillo que ellos ocuparon después de mi familia, se habían metido también en el terreno de la tumba familiar. En la pared quedó una placa conmemorativa de todos ellos, aunque sus restos debieron trasladarse al osario común que estaba más o menos donde luego se construyeron los nichos.



En su lugar se construyó un segundo depósito de féretros para la familia, pero a diferencia del viejo, que sobresale medio metro por encima de la rasante, se dejó a ras de tierra, lo que le da al lugar un cierto aire de provisionalidad que no tiene nada que ver con la eternidad de su destino. Recolocó la cruz que acompañaba de un modo poco ortodoxo al primer depósito (recuerdo que no lo hacía en la posición tradicional de cabecera, sino que estaba colocada simplemente a su lado), y delimitó el recinto con una cadena agarrada a otras dos piedras que podrían ser otras dos cruces truncadas como en el Gólgota.



Por supuesto no se puso ningún nombre ni soporte para que lo hubiera. Y me parece un detalle bellísimo. Aparte del “deshabillé” general, esa ausencia de titulares es seguramente lo más hermoso de ésta mi última casa: que nuestros restos se separen para siempre de nuestros nombres; que los nombres subsistan un poquito más en la memoria de los vivos y que los cuerpos o sus cenizas (solución ésta más higiénica, al parecer) vuelvan anónimamente y con la mayor humildad a la tierra.

En fin, uno nunca sabe cuánto durará la memoria de su nombre, ni si acabaré en ese lugar que tanto me gusta,-porque una cosa sí que tengo clara, y es que si muero lejos de él, nada me parece más tonto que andar transladando con gran gasto lo que no será sino polvo en cualquier parte del mundo. Prefiero, con mucho, contemplar con cariño ese lugar mientras viva y celebrar a mi padre como su arquitecto.