La fotografía ha devenido para mí en una de las herramientas más poderosas para crear lugares. Cuando visité en septiembre de 1978 todos y cada uno de los pueblos del Valle de Arán (viaje del que ya he hablado aquí en un post sobre Caneján) hice muchas fotos en blanco y negro, y fue después, al revelarlas, cuando descubrí la magia de ciertos espacios y arquitecturas que seguramente me habían pasado desapercibidos durante el viaje. Uno de ellos fue la pequeña plaza (o más bien aparcamiento) que hay a la entrada de Betlán, uno de los pueblecitos más pequeños del Mig Arán. Según entramos al pueblo aparcamos nuestro abollado Citröen dos caballos justo a la derecha, tras la iglesia, y seguramente, cuando acabamos la visita al caserío y regresábamos al coche hice esta maravillosa foto en que la iglesia y una casa con una placa circular (¿algún edificio público?) elevadas ambas sobre un plinto de mampostería con sendas escaleras para acceder a ellos, flanqueaban la entrada a la plaza como si se tratara de los torreones de una muralla.
En el verano de 1990 volvimos a Betlán con las hijas y un nuevo coche, el Seat Ibiza rojo que se ve en la foto. Catorce años después no tenía más que un vago recuerdo de la foto anterior así que no fue mi intención repetirla, sino evocarla. En aquella segunda visita, sin embargo, reparamos en una casita que había en el lado derecho de la plaza (según se ve la foto) o en el lado izquierdo según se entra a ella con el coche.
Era tan rústica y deliciosa que durante algún tiempo la convertí en la casa de mis sueños. Justo en aquel año 1990 decidí abandonar el ejercicio profesional como arquitecto, pero como aún tuve algún encargo más de viviendas unifamiliares, recuerdo que, de haberlos aceptado les hubiera propuesto alguna solución basada en este modelo.
Cinco años más tarde tuvimos ocasión de disfrutar de una semana de esquí en Baqueira Beret y como habíamos cambiado nuevamente de coche (ahora un gran Volswagen Passat blanco) no me resistí a la tentación de ir a "bautizarlo" (fotografiarlo) en el mismo lugar que los dos anteriores.
Lo triste de aquella visita (ay ay ay...) es que la casita de mis sueños había sido desollada viva, y ni los bobarriles ni la carpintería tenían los colores y el encanto de cinco años atrás. El mítico lugar a donde llevo a bautizar mis nuevos coches ya no era el mismo.
Cuando hace unos pocos años volví con nuestro siguiente coche, un Audi gris, y lo aparqué donde había estado el Citröen dos caballos, me encontré que los cipreses del cementerio competían ya en altura con la pequeña iglesia y que habían talado el árbol que había ido creciendo entre el Seat Ibiza rojo y el Passat blanco. A los plintos de las dos "torres" de la plaza les habían colocado barandillas metálicas, habían construido una urbanización nueva de viviendas por detrás del edificio de la derecha, había habido siembra de farolas y hasta el parking ya no era todo para mí.
No sé cuantos coches más me quedarán antes de que me metan en el fúnebre y definitivo, pero por mucho que alteren y estropeen este mágico lugar, pienso volver siempre allí a bendecirlos. A menos que (ay ay) me la conviertan en... "peatonal" (!).